Hemos olvidado que, al igual que los samurais, los guerreros que no
habían estado a la altura de su misión y cuyo honro quedaba puesto en duda (o
simplemente para defender a muerte sus creencias y convicciones) se daban
muerte empalándose en sus espadas plantadas en el suelo, bajo el tejo sagrado,
consagrado al reino de los muertos, puesto que para los celtas el tejo era un
símbolo de inmortalidad.
Tal vez por el hecho de que los antiguos bárbaros de Europa
utilizaban la madera del tejo para fabricar sus escudos, se le atribuyeron
virtudes protectoras contra la muerte. Los romanos, a los celtas del noroeste
de Francia, de Bretaña e Irlanda les llamaron eburovices, es decir, los
combatientes del tejo. Los actuales habitantes de la ciudad de Évreux,
Normandía, aún reciben este nombre.
Según la mitología celta, Hu-Ar-Bras, el primer druida y más tarde,
su discípulo Mog-Ruith, consultaban el oráculo y los dioses con una rueda de
tejo, considerada la rueda de los renacimientos, de los destinos humanos y del
fin de los tiempos. Pero en la Edad Media, de la noción de inmortalidad que los
celtas atribuyeron al tejo sólo se conservaba su papel de árbol funerario. Así
pues, entonces nunca debíamos sentarnos o dormirnos bajo un tejo, a riesgo de
contraer una enfermedad mortal o de que el sueño eterno se apoderase de
nosotros.
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