Érase una vez un árbol, cuyas raíces se hundían en los mitos de la
más alta Antigüedad, y que todavía reina en las montañas del Líbano
contemporáneo y en las laderas de Taurus, en Turquía, dando muestras de su
longevidad. Pero el cedro ya existía en abundancia Biblos, en Ebla y en
Jerusalén, donde los arquitectos del rey Salomón realizaron la magnífica
estructura del templo de los hebreos con su madera. En cuanto a los egipcios,
utilizaron esta madera para construir barcos y estatuas.
Según una leyenda egipcia, el rumor de las hojas bajo el viento de
los bosques de cedro era el lamento de Osiris, cuyo cuerpo estaba encerrado en
un ataúd confeccionado con madera de cedro. Por eso, en egipcio, el término que
designaba el cedro significaba también gemir. Así, este árbol simbolizaba la
inmortalidad y la incorruptibilidad, al igual que el alma de Osiris convertida
en eterna, razón por la cual los carpinteros de Egipto realizaban ataúdes con
madera de cedro, cuyo fuerte olor resinoso tenía la fama de suavizar el de
putrefacción del cuerpo y eliminar los insectos.
Este árbol tenía tantos atractivos para nuestros antepasados que
incluso los mismos autores de la Biblia lo consideraron una representación del
Árbol del Jardín del Edén, una de cuyas ramas fue el bastón de Moisés, otra la
vara de Aarón, y cuya madera se utilizó para confeccionar la Cruz de Cristo.
''El justo sale como una palmera y crece como un cedro en el
Líbano'', dice inspiradamente el salmista en el Libro Sagrado (Salmos 92, 13).
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