Érase una vez un árbol divino y sagrado, símbolo de fuerza y de
sabiduría, plantado en el centro del mundo, que unía el Cielo y la Tierra. Los
griegos le hicieron el árbol tutelar de Zeus. Así que el primer templo dedicado
al dios griego de los dioses del Olimpo no fue sino un bosque de robles,
situado en Dodona, una ciudad de Epiro, en el país de los molosos, donde la
gente iba a consultar el oráculo de Zeus, así como el de Afrodita. Entonces,
era la voz del mismo Zeus la que respondía mediante el rumor de las hojas de
los robles sagrados, agitadas por el viento.
En cuanto a los celtas, adoraban al roble. Sus sacerdotes, llamados
los hombres del roble (el nombre de roble en celta era druivids, que
significaba ''muy sabio''), recogían muérdago, la flor del roble, en Año Nuevo.
Simbolizaba una nueva vida, una regeneración y la inmortalidad del
alma. Sin embargo, tengo que señalar que la flor del roble es muy excepcional.
Encontrarla en un bosque de robles era, pues, casi un milagro. El druida partía
en busca del muérdago el sexto día de la Luna nueva y si volvía con las manos
vacías, era un mal presagio para aquel pueblo celta o galo.
Finalmente, el fruto del roble, la bellota, casi siempre fue
considerado símbolo de fecundidad y de prosperidad; puesto que nuestros
antepasados sabían que a partir de la semilla contenida en este pequeño fruto
nacería un nuevo roble que se haría centenario.
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